Con esos mimbres, estos cestos

18 mayo 2011

Era un aparato simple, de otro tiempo, que sólo servía para reproducir y grabar sonido en una cinta con diminutas partículas metálicas. Sin embargo, pasé muchas tardes junto a él escuchando las canciones de mis padres. Un día, al salir de clase fui a merendar a casa de un amigo, y su padre resultó ser un melómano que había dedicado toda una habitación a estanterías de discos y cintas de cassette. Aquel amigo me prestó algunas de esas cintas, y al volver a casa a escucharlas descubrí a Mike Olfield y su Tubular Bells, pero también un audiolibro, un libro leído que no se correspondía con la carátula de su caja.

El cuento hablaba de la historia de un pueblo agrícola dividido en dos por un río en el que, por escasez, sus gentes habían tenido que vender los tractores que antes usaban entre todo el pueblo. “Cuando llegó el tiempo de labrar los campos, – decía el locutor – las dos mitades decidieron tomar herramientas distintas: Mientras la mitad izquierda labró sus campos contiguos con grandes piedras tiradas por los pocos mulos que quedaban en el pueblo, la mitad derecha decidió usar jadas, más pequeñas y lentas.
Al acabar las semanas de trabajo, el pueblo se reunió en el puente que separaba las dos mitades y los vecinos se encontraron. La gente que habían empleado los mulos estaba seria porque tras los tractores no había suficientes animales para todos, y aquellos con más 'posibles' para hacerse con uno habían decidido sobre el resto cuándo y cómo se ocuparían de sus campos, reduciendo la gente y la implicación de la mitad del pueblo en la labranza. Los que habían usado azadas sin embargo sonreían. Tuvieron que repartir el trabajo, pero como las herramientas no eran pesadas todas las mujeres, ancianos y niños pudieron dedicar algo de tiempo para acabar el trabajo a tiempo, sintiéndose parte del fruto un trabajo común.
Intuían que algo había sucedido, pero no sabían bien qué hasta que la cestera, la mujer más anciana del pueblo, exclamó: «¡Con aquellos mimbres, estos cestos!», y se echó a reír. Los vecinos entendieron que las herramientas que habían elegido habían condicionado su labor, y la forma de entender todo lo demás.
Con esas herramientas crearon una sociedad, y la sociedad era el reflejo de aquellas herramientas.

Algunas de las canciones de esas cintas acabaron siendo mis preferidas. Cuando aquel primitivo aparato de lectura y grabación ferromagnética se sofisticó hasta hacer posible Internet, pude seguir descubriendo discos, compartir libros o ver series antes de adquirirlos, lo que me permitió desarrollar un espíritu crítico y entender el hecho de comprarlos, ir a sus conciertos o acudir a sus estrenos como una forma de selección cultural de lo que me gustaba, no de consumo vacío.

Hoy he recordado aquel cuento, y he imaginado que podríamos elegir las herramientas culturales que usemos en función de la sociedad que queremos en Huesca. 
He pensado que podría ser más libre y más auténtica, menos seria y acomplejada, y me he echado las herramientas al hombro, que ya es tiempo de labranza.

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