
Si tuviese que recordar algo de ella, sería sin duda la rosa que le regalé aquella fría noche.
Era noviembre y hacía mucho frío. Para variar, no había cogido mi abrigo, pero tan siquiera el que se pusiese a llover, o que no consiguiese dar con su casa pudo borrar la sonrisa de idiota enamorado que lucía orgulloso.
La había guardado desde el día anterior en el trastero, oculta tras unas cajas, esperando el día de su cumpleaños. Al llegar la noche, deacuerdo con los planes de una fantasiosa mente adolescente, salí de casa con la imagen en la mente de la cara que pondría al encontrar en su puerta una rosa anónima junto con una cadena dorada al límite de mis posibilidades financieras. 15 años tenía. Aquella noche fué la más feliz de mi vida. Y la mañana siguiente, la más dolorosa.

Al mes volvió a partirme el corazón, que sirvió bien de abono para aquella rosa que no conseguí encontrar en ningún sitio y a cuya ausencia culpé de no haber sido correspondido.
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